Siempre habrá un orden que desordenar
cuanto antes
mejor
mis huesos
mis recuerdos
mis silencios
todo se halla en su sitio
por lo tanto
ya estoy en condiciones de extraviarlos.*
Hemos de comenzar a descubrir la teología del Dios padre y madre, la teología de los llamados “vencidos", la teología de los “sin Dios”, la teología de ella, de los de abajo y pequeños, en el reflejo del texto avasallante; digno del Dios todopoderoso, más no de la humanidad que resiste con su Cristo resucitado. Sin duda fue ella la que le dio a luz, y luego, primero, le proclamó vivo. Si la vida se sometiera a las voluntades que le oprimen, hace tiempo que se hubiera extinguido.
En la entrega anterior anticipaba disculpas por las heridas a ocasionar. Pero éstas, aunque se produzcan someras, no dejan de ser una intromisión desde el confort y desde una seguridad casi siempre miope. Así que pienso dejar de disculparme por lo ponzoñoso que puedan resultar estos escritos. En cambio, procuraré caminar con los ojos bien abiertos para no pisar los pies de quienes caminan en estos senderos poco iluminados. Advierto además que estaremos entrando entre dos o más fuegos de alaraquerismo puro, de Armagedones apocalípticos y guerras santas, suscritas por la teología del stablishment, que ha sido por siglos una verdadera cárcel y cadalso para la humanidad, que le ha detenido en el avance de su liberación y aún desfigurado el rostro.
Abi es mi única sobrina natamente “zurda”, es hija de una de mis cinco hermanas. Su zurdes surgía de un gen del que no tengo noticias claras; sus papás y el núcleo familiar más próximo, todos son “diestros” (noten que omito el plural femenino, aunque ellas sean más). Comencé a observar su predisposición a utilizar la mano “izquierda”, lo hacía para lanzar la pelota, comer, rayar el cuaderno, o para arrastrar sus mantitas a las que apodaba “esposos”. Con ella también toma a su muñeca “isha”; la llama así a efecto de su desarrollo linguodental, no porque sepa hebreo. Isha es su hija; significa "mujer" en el idioma bíblico. Caigo en la cuenta que su mano más fuerte, la izquierda, siempre estará más cercana a su corazón. Su pequeña autonomía, insumisión, inteligencia y cariño maternal, me deja mucho en qué pesar. Cuando leo a la Eva bíblica, la pequeña Abi siempre me aporta claridad. Todo esto en medio de la confrontación surgida por la ordenación de la mujer en la Iglesia Nacional Presbiteriana de México, resultaba paradójico y revelador. Ese reclamo reivindicador de igualdad, de equidad de género y autonomía, de insumisión. Que si bien no era nuevo, nos hacía despertar a un grado mayor de conciencia y de realidades a un pequeño grupo de iglesias; a las que acompañaba desde un estribo, yo colgado como una mosca. Se defendía la causa de la mujer presbiteriana, que era la causa de la mujer en general y de todos en particular. Resultaba inaudita la tozudez de la Asamblea General que en los discursos y argumentos, pero sobre todo, en la práctica, utilizaba para excluirlas. Lo hacia desde el statu quo, desde la fe y desde una teología que se decía heredera de la única ortodoxia bíblica. Jamás apelaría a las fuentes calvinistas, tampoco escucharía las recomendaciones del Consejo Mundial de Iglesias y otros organismos eclesiásticos internacionales. No escucharía a nadie, solo a su propio eco autoritario. Excluía a la mujer desde sus nuevas leyes, desde el somnífero bunker del éxito; cebada de pingüe y paranoico oportunismo, del poder rabioso e incontinente, de sus alianzas con las “derechas” y los neooligarcas del país, estos sí, incubadores de la madre de todas las injusticias. Lo arrebataba todo cual ave de presa, no de paloma blanca esparcidora de los dones de paz ostentada en su logotipo. Tras el “Concilio”, en 2011, la Asamblea también rompería relaciones fraternas con la iglesia madre, la Iglesia Presbiteriana de U.S.A., la despotricaba de apocalíptica depravación por ordenar mujeres y aceptar gays. Mataba dos pájaros de un tiro, borraba de un plomazo bíblico-teológico 139 años de filiación fraternal y maternal, que si bien no era la panacea, eran una historia de más de un centenar de años de autónoma colaboración que permitió crecer. Así conjuraba la maldad del contagio que se preveía sobre la iglesia. ¡No, así aislaba a su presa, su botín, cual macho controlador! Apretaba el gañote sacándole una confesión de vasallaje a su grey. Ésta, obnubilada y esquizofrénica por la bruma de la peste incensaria, de las cortinas de humo que le han envuelto, salmodiaba: “Santo, Santo, Santo; toda la tierra esta llena de su gloria”, mientras veía entre sombras como se dirigía a su propia trasquila, a su propia disminución humana.
Francamente creo que fue un vilipendio haber tratando el tema de la exclusión de la mujer presbiteriana en México de la forma que se desarrolló en el debate del Concilio, a la usanza dominical y de una civilidad republicana, cosmetológicamente y al ritmo de la agenda que la Asamblea impuso. Los resultados hablan por si solos. El status constitutivo de la mujer presbiteriana no se movió desde lo aprobado en Mérida, Yucatán, y no lo hizo, porque nunca existió. Ahora era claro que quedaban excluidas de la posibilidad de acceder a los ministerios de ordenanza, alejadas así de sus “pares” masculinos. Por su parte las pequeñas iglesias que practicaban una especie de reivindicación igualitaria, ordenando mujeres, fueron las que se vieron en un estado de contradicción. De la noche a la mañana estas iglesias se convirtieron en infractoras de las nuevas leyes, entonces también sus autonomías se deslumbraron privatizadas. La Asamblea en Mérida había sido un asalto en despoblado, el Concilio en Xonacatlán, en el Estado de México, era el pellizco en el brazo que indicaba que aquello era real. Se había golpeado tan fuerte que la inconciencia era máxima; aún en el sueño xonacatlense se seguía creyendo que la civilidad presbiteriana regresaría si se atañía al orden y a los procedimientos de la jeraquía institucional.
La suerte de la “disidencia”, sobre todo, de la mujer presbiteriana, en México, no se adivina halagüeña. Pero esta surgiendo un soplo vital como el que acariciaba la superficie de las aguas terrestres en el origen bíblico (Gen 1,3), que impulsa hoy en dirección contraría a ser de arriba, en dirección a las experiencias de las desordenadas y expulsadas de todos los paraísos; donde Cronos devora lentamente a sus hijos que aspiran a ser algo, a ser de arriba y perpetuarse; donde no hay prohibiciones si puedes pagar, es decir, jurar lealtad a lo establecido, es decir: someter y ser sometido. Paraísos donde se come de la manzana prohibida, de la del esperpento embrujo del capital producida industrialmente; la de Blanca Nieves de Walt Disney a la espera del beso violatorio y principesco que le permita despertar, para según, ser alguien, lejos de los siete enanos capitales, en un fortín aniquilador de otras bellezas y continuar la espiral ascendente, cada vez más violenta…
En realidad
la realidad es la única eterna
nuestro único poder es transformarla.*
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* Mario Benedetti
cuanto antes
mejor
mis huesos
mis recuerdos
mis silencios
todo se halla en su sitio
por lo tanto
ya estoy en condiciones de extraviarlos.*
Hemos de comenzar a descubrir la teología del Dios padre y madre, la teología de los llamados “vencidos", la teología de los “sin Dios”, la teología de ella, de los de abajo y pequeños, en el reflejo del texto avasallante; digno del Dios todopoderoso, más no de la humanidad que resiste con su Cristo resucitado. Sin duda fue ella la que le dio a luz, y luego, primero, le proclamó vivo. Si la vida se sometiera a las voluntades que le oprimen, hace tiempo que se hubiera extinguido.
En la entrega anterior anticipaba disculpas por las heridas a ocasionar. Pero éstas, aunque se produzcan someras, no dejan de ser una intromisión desde el confort y desde una seguridad casi siempre miope. Así que pienso dejar de disculparme por lo ponzoñoso que puedan resultar estos escritos. En cambio, procuraré caminar con los ojos bien abiertos para no pisar los pies de quienes caminan en estos senderos poco iluminados. Advierto además que estaremos entrando entre dos o más fuegos de alaraquerismo puro, de Armagedones apocalípticos y guerras santas, suscritas por la teología del stablishment, que ha sido por siglos una verdadera cárcel y cadalso para la humanidad, que le ha detenido en el avance de su liberación y aún desfigurado el rostro.
Abi es mi única sobrina natamente “zurda”, es hija de una de mis cinco hermanas. Su zurdes surgía de un gen del que no tengo noticias claras; sus papás y el núcleo familiar más próximo, todos son “diestros” (noten que omito el plural femenino, aunque ellas sean más). Comencé a observar su predisposición a utilizar la mano “izquierda”, lo hacía para lanzar la pelota, comer, rayar el cuaderno, o para arrastrar sus mantitas a las que apodaba “esposos”. Con ella también toma a su muñeca “isha”; la llama así a efecto de su desarrollo linguodental, no porque sepa hebreo. Isha es su hija; significa "mujer" en el idioma bíblico. Caigo en la cuenta que su mano más fuerte, la izquierda, siempre estará más cercana a su corazón. Su pequeña autonomía, insumisión, inteligencia y cariño maternal, me deja mucho en qué pesar. Cuando leo a la Eva bíblica, la pequeña Abi siempre me aporta claridad. Todo esto en medio de la confrontación surgida por la ordenación de la mujer en la Iglesia Nacional Presbiteriana de México, resultaba paradójico y revelador. Ese reclamo reivindicador de igualdad, de equidad de género y autonomía, de insumisión. Que si bien no era nuevo, nos hacía despertar a un grado mayor de conciencia y de realidades a un pequeño grupo de iglesias; a las que acompañaba desde un estribo, yo colgado como una mosca. Se defendía la causa de la mujer presbiteriana, que era la causa de la mujer en general y de todos en particular. Resultaba inaudita la tozudez de la Asamblea General que en los discursos y argumentos, pero sobre todo, en la práctica, utilizaba para excluirlas. Lo hacia desde el statu quo, desde la fe y desde una teología que se decía heredera de la única ortodoxia bíblica. Jamás apelaría a las fuentes calvinistas, tampoco escucharía las recomendaciones del Consejo Mundial de Iglesias y otros organismos eclesiásticos internacionales. No escucharía a nadie, solo a su propio eco autoritario. Excluía a la mujer desde sus nuevas leyes, desde el somnífero bunker del éxito; cebada de pingüe y paranoico oportunismo, del poder rabioso e incontinente, de sus alianzas con las “derechas” y los neooligarcas del país, estos sí, incubadores de la madre de todas las injusticias. Lo arrebataba todo cual ave de presa, no de paloma blanca esparcidora de los dones de paz ostentada en su logotipo. Tras el “Concilio”, en 2011, la Asamblea también rompería relaciones fraternas con la iglesia madre, la Iglesia Presbiteriana de U.S.A., la despotricaba de apocalíptica depravación por ordenar mujeres y aceptar gays. Mataba dos pájaros de un tiro, borraba de un plomazo bíblico-teológico 139 años de filiación fraternal y maternal, que si bien no era la panacea, eran una historia de más de un centenar de años de autónoma colaboración que permitió crecer. Así conjuraba la maldad del contagio que se preveía sobre la iglesia. ¡No, así aislaba a su presa, su botín, cual macho controlador! Apretaba el gañote sacándole una confesión de vasallaje a su grey. Ésta, obnubilada y esquizofrénica por la bruma de la peste incensaria, de las cortinas de humo que le han envuelto, salmodiaba: “Santo, Santo, Santo; toda la tierra esta llena de su gloria”, mientras veía entre sombras como se dirigía a su propia trasquila, a su propia disminución humana.
Francamente creo que fue un vilipendio haber tratando el tema de la exclusión de la mujer presbiteriana en México de la forma que se desarrolló en el debate del Concilio, a la usanza dominical y de una civilidad republicana, cosmetológicamente y al ritmo de la agenda que la Asamblea impuso. Los resultados hablan por si solos. El status constitutivo de la mujer presbiteriana no se movió desde lo aprobado en Mérida, Yucatán, y no lo hizo, porque nunca existió. Ahora era claro que quedaban excluidas de la posibilidad de acceder a los ministerios de ordenanza, alejadas así de sus “pares” masculinos. Por su parte las pequeñas iglesias que practicaban una especie de reivindicación igualitaria, ordenando mujeres, fueron las que se vieron en un estado de contradicción. De la noche a la mañana estas iglesias se convirtieron en infractoras de las nuevas leyes, entonces también sus autonomías se deslumbraron privatizadas. La Asamblea en Mérida había sido un asalto en despoblado, el Concilio en Xonacatlán, en el Estado de México, era el pellizco en el brazo que indicaba que aquello era real. Se había golpeado tan fuerte que la inconciencia era máxima; aún en el sueño xonacatlense se seguía creyendo que la civilidad presbiteriana regresaría si se atañía al orden y a los procedimientos de la jeraquía institucional.
La suerte de la “disidencia”, sobre todo, de la mujer presbiteriana, en México, no se adivina halagüeña. Pero esta surgiendo un soplo vital como el que acariciaba la superficie de las aguas terrestres en el origen bíblico (Gen 1,3), que impulsa hoy en dirección contraría a ser de arriba, en dirección a las experiencias de las desordenadas y expulsadas de todos los paraísos; donde Cronos devora lentamente a sus hijos que aspiran a ser algo, a ser de arriba y perpetuarse; donde no hay prohibiciones si puedes pagar, es decir, jurar lealtad a lo establecido, es decir: someter y ser sometido. Paraísos donde se come de la manzana prohibida, de la del esperpento embrujo del capital producida industrialmente; la de Blanca Nieves de Walt Disney a la espera del beso violatorio y principesco que le permita despertar, para según, ser alguien, lejos de los siete enanos capitales, en un fortín aniquilador de otras bellezas y continuar la espiral ascendente, cada vez más violenta…
En realidad
la realidad es la única eterna
nuestro único poder es transformarla.*
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* Mario Benedetti